Por fin
Siempre tan cercana a mi naturaleza. La única cosa constante en mi disipada vida. Nadie te invitó, pero desde que nací, ya venías predestinada a aparecerte en cualquier momento. Cargada en mis cromosomas, pespuntada en mi definición.
Sabía que llegarías, pero aún así me tomaste por sorpresa aquella tarde primaveral días antes de mi cumpleaños. Te guardé en mi intimidad cual inofensivo secreto. Hasta que nos descubrió mi madre. Mi estatus de libertad cambió. Hube de afrontar mi relación contigo, con mis familiares cercanos primero, después con los amigos, compañeros de escuela, gente del trabajo y ahora hasta con los desconocidos.
Toda la agenda y el diseño de mi vida cambiaba ante tu presencia. Todo era un asunto a medias. Hasta decidir la ropa que utilizaría el día que me acompañabas. Volver a ponerme el mismo pantalón arrugado de antier sólo porque a ti no te gustaba verme vestida en colores claros. Había que darte gusto, tener los mínimos detalles para consentirte.
Malagradecida traidora. ¿Recuerdas la vez que me avergonzaste? Caminaba tan elegante por el pasillo, la mascada ondeando al viento, un pie tras otro pie en la línea imaginaria de la pasarela, cambiando rítmicamente el peso de mi cuerpo, equilibrándolo en mi cadera. Mirando por encima del hombro. Sonriente, pagada de mí, insufrible.
Alguien corría tras mis pasos. Me alcanzó. Arquitecta, ha llegado. Apreté las quijadas tragando saliva amarga. Hasta allá te habías atrevido a buscarme. La mirada acuosa en mis ojos se congeló como cristal de Murano. Quise desaparecer de la tierra –y de la escuela- a tu vocera, aplastándola cual insecto. Pero no hice nada; displicente, di las gracias y seguí caminando. ¿Qué más podía hacer? Ya habías llegado.
Tienes todos los méritos para odiarte. Presiento tu presencia y me cambia el humor. Me llevas a los extremos de mi desesperación. Aceleras los drásticos espectros de mi vida emocional. Quisiera reinventarme y al hacerlo desaparecerte, porque además eres celosa, incapaz de compartirme. Aprensiva absoluta, si estabas tú no había sitio posible para nadie más.
Intensa y cruel. Apenas llegabas, ibas sobre mis pechos. Los apretabas, jugabas, nunca mejor dicho, con ellos. Mis pezones, tu objetivo indispensable, al recibir tus caricias ardían cual si los hubieras mordido. Amante egoísta, tú no te dejabas hacer nada. Me habitabas completa, venías tres o cuatro noches, me utilizabas y te marchabas.
Te gustaba trastocar mis actividades horizontales. Ya tenía mis citas armadas con anterioridad de una semana, cuando sin avisar te presentabas. Me obligabas a cancelar la velada. Curiosamente, al fin mujeres, todas las afectadas te respetaban y te daban tu lugar. Ignórala, me dijeron una vez, si tan sólo pudiera, si me atreviera, contesté.
También te debo favores, Dos o tres veces me has servido de razón más que de pretexto. Muy bien, lo acepto, que en la vida todo tiene un precio. Asimismo, hemos reído juntas cuando has seguido fiel a mí y abandonado a algunas otras. Hemos aprendido a sobrellevarnos. Aunque yo sea mala anfitriona y tú seas la más exigente huésped.
Pero este mes, igual que el anterior, no llegaste. Tu abandono, muy lejos de sumirme en una tristeza deprimente, es la mejor noticia que ha podido sucederme. Es una señal fácilmente interpretable. Se acaba una espera para dar inicio a otra. Y entonces, tejiendo estambre en tonos pastel, sabiendo que el milagro ha sucedido, sólo me resta contar, en el tiempo que es preciso, ese que se borda con filigrana en el destino, todas las horas que necesito, para convertirme, por fin, en madre de nuestro hijo.
Sabía que llegarías, pero aún así me tomaste por sorpresa aquella tarde primaveral días antes de mi cumpleaños. Te guardé en mi intimidad cual inofensivo secreto. Hasta que nos descubrió mi madre. Mi estatus de libertad cambió. Hube de afrontar mi relación contigo, con mis familiares cercanos primero, después con los amigos, compañeros de escuela, gente del trabajo y ahora hasta con los desconocidos.
Toda la agenda y el diseño de mi vida cambiaba ante tu presencia. Todo era un asunto a medias. Hasta decidir la ropa que utilizaría el día que me acompañabas. Volver a ponerme el mismo pantalón arrugado de antier sólo porque a ti no te gustaba verme vestida en colores claros. Había que darte gusto, tener los mínimos detalles para consentirte.
Malagradecida traidora. ¿Recuerdas la vez que me avergonzaste? Caminaba tan elegante por el pasillo, la mascada ondeando al viento, un pie tras otro pie en la línea imaginaria de la pasarela, cambiando rítmicamente el peso de mi cuerpo, equilibrándolo en mi cadera. Mirando por encima del hombro. Sonriente, pagada de mí, insufrible.
Alguien corría tras mis pasos. Me alcanzó. Arquitecta, ha llegado. Apreté las quijadas tragando saliva amarga. Hasta allá te habías atrevido a buscarme. La mirada acuosa en mis ojos se congeló como cristal de Murano. Quise desaparecer de la tierra –y de la escuela- a tu vocera, aplastándola cual insecto. Pero no hice nada; displicente, di las gracias y seguí caminando. ¿Qué más podía hacer? Ya habías llegado.
Tienes todos los méritos para odiarte. Presiento tu presencia y me cambia el humor. Me llevas a los extremos de mi desesperación. Aceleras los drásticos espectros de mi vida emocional. Quisiera reinventarme y al hacerlo desaparecerte, porque además eres celosa, incapaz de compartirme. Aprensiva absoluta, si estabas tú no había sitio posible para nadie más.
Intensa y cruel. Apenas llegabas, ibas sobre mis pechos. Los apretabas, jugabas, nunca mejor dicho, con ellos. Mis pezones, tu objetivo indispensable, al recibir tus caricias ardían cual si los hubieras mordido. Amante egoísta, tú no te dejabas hacer nada. Me habitabas completa, venías tres o cuatro noches, me utilizabas y te marchabas.
Te gustaba trastocar mis actividades horizontales. Ya tenía mis citas armadas con anterioridad de una semana, cuando sin avisar te presentabas. Me obligabas a cancelar la velada. Curiosamente, al fin mujeres, todas las afectadas te respetaban y te daban tu lugar. Ignórala, me dijeron una vez, si tan sólo pudiera, si me atreviera, contesté.
También te debo favores, Dos o tres veces me has servido de razón más que de pretexto. Muy bien, lo acepto, que en la vida todo tiene un precio. Asimismo, hemos reído juntas cuando has seguido fiel a mí y abandonado a algunas otras. Hemos aprendido a sobrellevarnos. Aunque yo sea mala anfitriona y tú seas la más exigente huésped.
Pero este mes, igual que el anterior, no llegaste. Tu abandono, muy lejos de sumirme en una tristeza deprimente, es la mejor noticia que ha podido sucederme. Es una señal fácilmente interpretable. Se acaba una espera para dar inicio a otra. Y entonces, tejiendo estambre en tonos pastel, sabiendo que el milagro ha sucedido, sólo me resta contar, en el tiempo que es preciso, ese que se borda con filigrana en el destino, todas las horas que necesito, para convertirme, por fin, en madre de nuestro hijo.
Hinojosa; Enero 23 de 2006
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