Wednesday, February 14, 2007

Volver a verte

Ayer te vi. Iba en mi coche, tú caminabas por la calle. Me pasé en ámbar por seguir tus pasos. Una mezcla violenta de miedo, desconcierto y alegría se alojó en mi pecho. Se me llenaron los ojos de lágrimas y la garganta de silencio. Toda saliva se fue de mi boca y todo aliento abandonó mis pulmones. Llevabas la misma ropa con la que te vi por última vez, ese, tu uniforme de guapo, como tú le decías.

Entraste a una zapatería ¿Tú, comprando zapatos? Me estacioné para no perder detalle de tus gestos. Pensé que te había confundido con alguien más, pero el tic que aparece en tu mejilla cuando gastas dinero en cosas innecesarias, tacaño irredimible, me confirmó que eras tú.

El momento ameritaba un cigarro. Busqué en mi bolsa, desviando la mirada de tu figura. Al volver la vista a la tienda, ya no estabas. Pregunté por ti, dijeron que no esperaste ni la feria y que aunque parecía que tus pies eran más grandes pediste un número más chico y te quedó perfecto. Me indicaron por donde te fuiste. Di varias vueltas a la manzana pero no pude encontrarte. Tal vez tomaste el primer taxi que viste. Tal vez cruzaste la calle.


Un encuentro común, nada digno de comentarse. Te veo, te pierdo de vista y de ello no hay nada rescatable. Así es y así sería, si no fuera porque hace un año, cubierto de nardos, en aquel cementerio te dijimos adiós, enterrándote descalzo.

Hinojosa; Febrero 14 de 2007



Thursday, February 01, 2007

Vuela, vuela, vuela...

La semana que estuviste de visita se esfumó del calendario como el fijador de los perfumes baratos.
Desde mediodía comencé a buscarte para aprovechar el tiempo esa última tarde que podíamos compartir en mi ciudad.
Haciendo malabares entre el trabajo y la rutina, cinco días no habían bastado para sacarle jugo a tu intempestivo viaje y aún nos quedaban muchas cosas por hacer.
Todavía tenía planes para llevarte a recorrer mis sitios favoritos, ir a comer y que probaras algunas de aquellas cosas que te había comentado en Madrid, presentarte a mi madre, a mis amigos más íntimos, retomar aquella conversación pendiente, regalarte música.
Más de veinte veces te marqué pero no pude encontrarte.
Tenías mi número de celular y tú podías buscarme mas no sé porqué no lo hiciste, porqué esperaste tanto tiempo, dejando en manos ajenas el final de nuestro reencuentro.
Tú me esperabas a mí, yo aguardaba por tu llamada, pero ignorábamos cómo las líneas de nuestros destinos eran trazadas: convergentes estuvieron y de nuevo la divergencia dominaba hasta convertirlas en paralelas intactas.
Sin llamada de por medio, decidí aventurarme y buscarte donde te hospedabas.
Eran las siete y cuarenta cuando por fin te encontré y tu avión salía a las nueve y media.
A esas horas, Gonzalitos, Constitución y Ruiz Cortines no eran siquiera una opción.
No sabía por donde irme desde Valle Verde hasta el aeropuerto y pretendiendo tomar un atajo opté por la ruta equivocada. Pecaré de inexperta, pero iba bien intencionada.
Hice más grande mi error gastando el poco tiempo que nos quedaba hablándote de la mala vialidad, de las horas pico, de los segundos pisos en las avenidas, de mi ciudad con sus muy bellas montañas y te quejabas del clima y de todo y de nada.
El Cerro de la Silla recordó que era anfitrión y se portó maravilloso dándote un excelente paisaje como despedida cuando para recibirte ofreció un domingo nublado.
Al llegar a Miguel Alemán manejé a ciento veinte kilómetros por hora comprobando que la velocidad y la prisa no son algo que yo disfrute. Muerta de miedo y sumida en la responsabilidad de llevarte a tiempo, recorrí lo que restaba del camino en silencio.
Se volvió a marcar, en la palma de mi mano izquierda, el callo que tengo de lo tensa que me pongo al manejar.
En mi coche sin clima, sentía el sudor, de nervios y calor, bañando mi espalda y la tensión en mis piernas, en mis brazos, en mis nalgas.
Llegamos al aeropuerto justo a las nueve de la noche, con el tiempo exacto para bajar tu maleta y dejarte en la herradura exclusiva para bajar pasaje.
Quería una despedida cinematográfica, un beso tierno en los labios -como el que me diste tres años antes en Barajas- un abrazo cálido y hablarte de nuevo de mis buenos deseos para la consolidación de tus planes, agradecerte la visita y que supieras que para mí eres importante.
Pero nada, el tiempo cobra los errores, toda cobardía tiene consecuencias y muy apenas si nos dijimos adiós.
No hubo abrazo ni contacto físico alguno, pues tenía mi cuerpo, desde la frente hasta el tobillo, tenso y cubierto de agrio sudor.

Hinojosa; Mayo de 2006

Código Postal

Todo es momentáneo excepto recordarte.
Amarte ha sido un filtro cruel
bajo el que todas las demás
han tenido que tamizarse.
Perfecta y etérea; sutil e inalcanzable.
Si alguien canta, tú ya cantaste.
Lo que cualquiera haga
tú lo inventaste.
Caigo vencida en lágrimas
al recordarte.

Vuelve siempre la gran pregunta
cual flagelo para martirizarme.
Yo, tan determinante
la más trascendental decisión de mi vida
se la dejé al destino.
Por valiente: por cobarde.

No querías hablar conmigo.
Imposible buscar un encuentro.
Era nula la opción de acercarme.
Pero no podías impedir que te escribiera.
Con eso debía bastarme.
Armada con las letras
tenía un recurso insuperable.
No debía darme el lujo de equivocarme.
Así que me senté a escribir
y más que eso confesarme.

La situación emotiva
predominaba sobre cualquier técnica narrativa.
Hojas y hojas de sentimientos, explicaciones
intenciones, oportunidades.
Escúchame. Entiéndeme. Perdóname.
Volvamos a intentarlo.
Te espero a tal hora en tal sitio.
Ese era el mensaje.
Releí la carta mil veces
hasta transparentarme.

Una idea vino a mi mente
sin todavía hoy
poder explicarme.

Cambié de opinión de pronto
en un brusco giro
que gobernó ese momento
y con ello todos mis instantes.

Sí.

La volvería a escribir
mas esta vez
con diferente intención y descenlace.
Escúchame. Entiéndeme. Perdóname.
Que te vaya bonito.
Tal era el nuevo mensaje.

Las dos cartas
en peso y tamaño
eran similares.
Conseguí sobres de opalina
exactamente iguales.
Las rotulé con el mismo cuidado
para no poder diferenciarles.
Una vez terminado esto
en las dos puse
mis iniciales con lacre.

Caminé hasta el correo
jugando con las cartas
como si fueran dos naipes.
Dándoles vuelta constantemente
para no poder identificarles.

Una carta en cada mano.
Ambas sobre el mostrador.
La primera que tomó el empleado
fue directo a tu buzón.
La otra la destruí
sin la menor compasión.
Diez mil pedazos dispersos
metaforizando mi corazón.

Vivo con la duda cosiéndome un grito en los labios.
La cobardía pasa factura.
Eternamente incompleta.
Nadie ha podido llenar tu espacio.
La valentía recoge los daños.
Voy, con esperanza
a buscarte mes tras mes
en el lugar señalado.

Tengo tu ausencia por respuesta
pero no me resigno a aceptarlo.
¿Cómo saber cuál recibiste?
¿Qué mensaje llegó a tus manos?
Las mismas preguntas vuelven,
aún después de catorce años.

Hinojosa; Noviembre de 2005